A corazón abierto

Un caso real, nuestro amigo Riki


Riki es un hombre derrotado, un descartado de nuestra sociedad, como suele decir el papa Francisco. Su mirada ofrece un cierto rictus de resignación. A sus cincuenta y cinco años, no espera nada de la vida.


Lleva diecinueve años en España. Tiene permiso de residencia y de trabajo, pero sus posibilidades de inserción son mínimas, tanto por su edad (tiene cincuenta años), como por sus dificultades físicas para poder desempeñar adecuadamente su oficio de albañil. Hace unos años tuvo una lesión en un hombro, no se le ha curado bien y eso le incapacita para poder coger pesos de cierta consideración.

Se mal gana la vida trapicheando con objetos que recoge en los cubos de basura y vertederos, para después venderlos en el Rastro. Todas sus capturas las almacena en una chabola que le sirve también como refugio, y los días de mercado hace una pequeña selección de su oferta y se marcha a intentar venderlos.

De este modo consigue lo imprescindible para sobrevivir y envía escasos cien euros a su familia, que reside en Marruecos, su pueblo natal, en una pequeña aldea al sur de Casablanca.


El matrimonio tuvo siete hijos, dos ya fallecidos y otros dos casados e independizado, los cien euros que envía son la base del sustento familiar para su mujer y sus tres hijos mas algunas monedas que su mujer consigue haciendo pequeños trabajos de limpieza o costura.


«Su trabajadora social quiere ayudarle y solicita una renta mínima para él, pero vivir en una chabola le inhabilita para esta percepción, de modo que nos pide que le acojamos en una de nuestras casas, para así, ofreciendo una residencia permanente, poder solucionar el problema«


Riki viene y se va adaptando poco a poco al grupo, que le acoge sin ninguna reserva. Comienza a acudir a los encuentros de la casa, los lunes por la tarde y, poco a poco, reunión tras reunión, va desgranando algunos de los datos como si de las cuentas de una masbaha se tratara.

La pregunta es recurrente: ¿Por qué no regresas con tu familia? Riki mueve negativamente la cabeza antes de responder. Luego alza la vista y te mira con sus ojos negros, brillantes y fatigados, antes de responder “Sin dinero no puedo volver”. Es una cuestión de honor familiar, el que ha salido a la emigración solo puede volver rico, o muerto. “¡Que vas aser!” afirma mientras se encoge de hombros, como un modo de apostillar su respuesta.

Riki no prueba la carne cuando cena con nosotros. Es portador de esa desconfianza ancestral que los musulmanes mantienen con respecto al cristianismo. No importa que no vaya a rezar a la mezquita, fume habitualmente o se pueda tomar una cerveza de vez en cuando, cuando se trata de carne, debe ser sacrificada como establecen las normas islámicas. Sin embargo, exhibe una curiosa costumbre arraigada en él desde su infancia. Cuando comienza la comida, golpea repetidamente el plato con la cuchara, provocando un ruido molesto que sorprende a todos los presentes. “¿Qué haces?” –se le reclama por alguno de los compañeros. Él responde sonriente- “Es para que los vecinos se enteren que hoy tenemos comida en el plato” –y termina provocando las carcajadas de todos los comensales. Luego añade algún recuerdo de su infancia en el que afirma que todos los días no había algo consistente que comer.


Hace unos días, con motivo de tener que adecuar el local de nuestra asociación, le proponemos a Riki que nos eche una mano. Hay que tapar unos agujeros en una pared y la tarea exige enlucirla con yeso. Él acepta sin dudarlo. Riki coge la “llana” y comienza la tarea exhibiendo una destreza más que considerable.

Su rostro se va iluminando a medida que avanza el trabajo. Se nota que está en lo suyo. A pesar de que han transcurrido varios años desde que tuvo el último trabajo, es evidente que el oficio no se le ha olvidado. Unos minutos después se baja del improvisado andamio que han construido con tres palés, y da unos sorbos a un café con leche que le han traído. Sonríe como un niño al que le acaban de dar un juguete nuevo y vuelve a subirse a la estructura de madera para continuar la tarea con decisión.

Su rostro es diferente, ¡ha florecido! ¡Está feliz! ¿Cómo puede ser que algo tan simple como trabajar, pueda llenar la vida de un hombre? Viéndolo, me viene a la memoria un encentro con François Michelìn en el Meeting de Rímini. Una joven le pregunta si se puede ser feliz trabajando. El viejo empresario responde de inmediato, como accionado por un resorte (algo realmente extraño en él).


“Eso se lo tendríamos que preguntar al que no tiene trabajo”


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